Puede parecer un cuento, un relato muy breve, una historia inventada. Pero no lo es.
Una
mañana de cualquier día del año 1988 nacieron en el mundo millones de niños. Ahora todos tienen 25 años pero no viven la misma realidad.
El
por qué a unos les toca nacer en un lugar u otro y pertenecer a una u otra
clase social no lo sabemos porque sabemos muy pocas cosas aunque creamos ser
los seres más inteligentes del universo.
Amir
fue uno de esos niños. Sus padres eran campesinos, de los que aún trabajan de
sol a sol y cargan sobre sus espaldas el peso de un mundo que se desequilibra
cada vez más en un andar contra natura porque ya no es el sol ni la luna ni las
mareas ni las estaciones del año ni las estrellas ni las comunidades ni siquiera los gobiernos
los que rigen el planeta para los humanos… ahora (y pienso que desde casi siempre)
son los grandes capitales los que imponen su ley , su norma y su forma carente
de moral.
Amir
crecía y muy pronto, siendo aún un niño, tuvo que ponerse a trabajar para
ayudar a la economía familiar . No tuvo niñez de juguetes, de paseos de parques,
de videojuegos ni de colegios públicos
pero no era infeliz en lo que para él era su realidad e ignoraba que que esos niños que
nacieron el mismo día que él corrían otra suerte.
El
mundo iba apretando más mientras pasaban los años . Con 25 y ya consciente que
los que nacieron el mismo día que él en un mundo llamado
“primero” tenían oportunidades que él nunca tuvo y que llegar a ese primer
mundo podría cambiar su vida y ayudar a cambiar la de sus padres y sus
hermanos, comenzó a pensar en ir hacia ese soñado lugar al que tenía derecho
por la simple razón de formar parte de un mismo planeta, de un mismo sistema
solar, de un mismo universo, de un mismo cielo. Las estrellas sobre él eran las
mismas, el sol salía por el mismo lugar y la luna llena era igual de bella. Pronto supo que la naturaleza va por un lado
y los hombres por otro. Que los hombres del lado hacia el que él quería ir
para mejorar la vida de su familia, tenían unas fronteras que impedían el paso
a los que nada tienen. Que los de su lado tampoco le habían dado el derecho a
una educación y a una formación que lo capacitara para tener mejor vida, que no habían protegido su niñez ni su juventud y que también
tenían fronteras que dejaban entrar libremente a los de ese mundo al que al él se disponía a llegar pero que no dejaban salir tan libremente a los
del suyo. ¿Qué podía hacer para llegar al primero de los mundos? Le dijeron que recorrer muchos kilómetros –
muchos- pasar frio, hambre, miedo… moverse escondido como si fuera un
delincuente. Luego, si de todo eso hubiese escapado con suerte, vivo y aún con
ganas, sólo tendría que saltar una valla. Tras la valla tampoco estaría a salvo ni habría llegado a la meta pero
estaría más cerca y con alguna remota posibilidad de atravesar el mar hacia una
orilla donde podría cambiar su vida y de la que salían hacia la suya barcos de
pasajeros que llevaba de vacaciones a otros chicos como él por 30 euros. Pero a
él le tocaba pasar de otra manera.
Amir
que nunca había salido de su entorno inmediato, tras muchas adversidades, con
el corazón aún doliente por estar sin los suyos, con la incertidumbre de saber qué sería de
él e invadido tantas veces por un miedo helado y oscuro…
consiguió llegar a la ansiada valla. Ya le habían dicho que no sería fácil, que
tanto los de un lado como los de otro no estaban dispuestos a que esa valla se
saltara, que estaban allí protegiendo la libertad de unos y asegurando la
condena de otros a no ser libres. Que él y muchos como él serían considerados un
problema, un gran problema que amenazaba el orden y la tranquilidad.
Amir era un joven bueno que ahora perdía su nombre y su identidad para pasar a ser
sólo un problema : un delincuente que infringía unas leyes que nunca lo
protegieron de nada , ni le dieron nada, unas leyes que lo obligaban a estar
ante una valla arriesgando la vida para no ser más -en caso de conseguir
saltarla- que un ilegal, un “sinpapeles”.
Iba
con otros chicos como él , con el miedo en la cara como él, con la misma hambre
y el mismo temblor en el corazón del que sólo eran testigo las estrellas que
brillaban aquella noche en el cielo y a las que ellos se encomendaban mientras desde
las playas del otro lado, desde los paseos marítimos, desde las puertas de las
discotecas, los pubs, los jardines , las podían mirar los otros millones de
chicos de 25 años que nacieron el mismo día que él.
Por
fin, arrastrándose, consiguieron tocarla. Se disponían a saltar, a no pensar, a dejarse a
girones las camisas, los guantes y el alma en el intento. Pero los guantes, las
camisas y el alma se encontraron con espinas de hierro y con cuchillas afiladas
–imprescindibles declaraban los que las mandaron a poner- cuchillas para atrapar a animales, trampas
para cazar a humanos en nombre de la ley y el orden.
La
sangre de Amir machó algunas de las flamantes cuchillas recién puestas en esa
valla gigante, aún más elevada, más desafiante, más vergonzosa. Que pena con lo
nueva que estaban y ahora llegan estos desgraciados y la manchan de sangre.
NO
sabemos si algunos de los que lo acompañaban en ese viaje consiguió saltar . Amir
no pudo. En cada intento, en cada cuchillada, recordaba la cara de un hermano, o la de su padre
en la despedida, o la de su madre que nunca quiso que se fuera, pero aún así no
pudo. Las cuchillas cortaron los guantes y la piel y le cortaron en profundidad
el futuro para siempre. Amir era un buen chico, un precioso chico de 25 años y
corazón limpio orgullo de su familia.
No
tenemos la costumbre de ponernos en el lugar del otro y miramos solo a través
de nuestro prisma cada vez más personal, más egocéntrico, menos solidario,
menos humano. Me gustaría que pensásemos por un momento que Amir es nuestro hijo. Pongámosle
la cara de nuestro hijo, la sonrisa de nuestro hijo, proyectemos en él el amor
que le tenemos a nuestro hijo , pensemos en el día de su nacimiento, en una
noche de Reyes, en su primer día de colegio, en sus risas de niño , en su adolescencia,
en sus sueños… e imaginémosle rodeado de cuchillas con el corazón roto y el
pecho abierto al lado de una valla lejana, sin nadie querido cerca, sin ni siquiera
una mirada amiga mientras se desangra en el suelo. Es nuestro hijo. Es el hijo de todos. No lo
olvidemos cuando nos enseñen las cuchillas como un triunfo en medio de noticias
de fútbol, mientras nuestros hijos nos piden 50 euros para comprar la camiseta
de su equipo. Amir se quedó en la valla y su familia sin él.
Esperemos
no quedarnos nosotros sin conciencia.