Son
días de Velá… de barrios que se afirman en su identidad. Dicen los psicólogos,
que los primeros años de vida te marcan para siempre. Y debe ser así porque mi
barrio del Cerro del Águila y todo lo que supuso ese entorno en mi infancia me
acompañan siempre y, sin lugar a dudas, me marcaron. Fui una niña feliz y ese
recuerdo de felicidad, de familia, de caras y nombres de los que aún me acuerdo
van unido a esa sensación de felicidad que viví en mi barrio a pesar de las grandes
dificultades que pasaban su gente. Eso siempre me certifica que no es directa
la relación economía-felicidad.
La
piscina, frente al Tamarguillo, como llamaban a la casa donde vivíamos era
nuestro universo. El patio de arriates de margaritas y una higuera, donde
soñamos con tantas cosas, nunca se borraron de mi mente, como no se borraron el
olor a tierra recién regada y las noches de verano, en la puerta de casa, donde
mi abuela paterna con su moña de jazmines en el pelo, mi madre y las vecinas se
contaban los sucesos diarios y alguna que otra noticia extraordinaria sucedida
en algún lugar del barrio . En las tardes de verano, en medio de esa quietud de
las horas de calor intenso, los niños dormíamos en el zaguán buscando el
fresquito. Guardo la maravillosa sensación de paz que me producían aquellas
horas de siesta.
Las
tapias del matadero eran murallas de cuentos orientales en mi imaginación de
niña y parte fantástica de las historias
que contaban sobre los muchachos del barrio saltándolas con la esperanza de ser
toreros, entre los que se encontraba mi padre.
Recuerdo
su plaza de abastos -donde mi tio y mi abuela tenían su carnicería- como un
lugar bullicioso de gente amiga, noble, trabajadora, humilde y solidaria. De
pequeña lo intuía, ahora lo sé. Gente que se ganaba la vida trabajando duro,
ganando poco pero sin perder la ilusión ni las ganas de salir adelante, de
mejorar el futuro de sus hijos a los que daban todo lo que tenían y les
enseñaban con su ejemplo, el valor de las cosas.
Y la
gran fiesta entonces era la Velá. Mas que su parte festiva, lo imborrable en mi
memoria es el día de la salida de la Virgen, el día de la procesión. Mis tíos la
llevaban como costaleros y mi abuela la
acompañaba siempre con su vela en la mano, iba detrás de ella, nunca supe por
qué ni por quien pedía y ahora pienso
que el solo hecho de ir a su lado era motivo suficiente para seguirla años tras
año. Siempre me daba un vuelco el
corazón cuando pasaba por mi lado, la veía desde abajo, pequeña, atenta, y
recuerdo su manto como brisa fresca. Cuando consiguió vencer las murallas –
todas las murallas- y llegar al corazón sólo geográfico de Sevilla ,en esa
semana singular y grande, desde aquel claro extramuros que era mi barrio, aún
vivía mi abuela. Y la pudo ver pasar por la puerta de su casa, bajo palio, con
ese manto tan suyo y tan nuestro, a la sombra de los altos árboles de la calle
Afán de Ribera, con el orgullo y la emoción de todo un barrio atrás porque era
su identidad de clase humilde y su historia lo que llevaban al centro. Y vi llorar a mi abuela. La conocía bien y sabía que no lloraba solo
de emoción. Lloraba también por ser testigo de ese momento tan esperado desde
hacía años por la gente del barrio, por esa conquista social que fue llevar
nuestros dolores al centro y mostrarlos allí recordándoles a los que decidían que llevábamos mucho tiempo olvidados
y que éramos tan sevillanos como ellos.
Ahora tengo el privilegio de verla salir desde la propia iglesia como lo
tuve de tenerla cerca día y noche durante mucho tiempo, cuando se alojó con su
cristo de la humildad, mientras se reformaba la iglesia, en la nave-teatro que tenía mi padre con La Cuadra
en Navisa un polígono industrial, de clase trabajadora.. Nuestra nave fue su casa , la de las dos
imágenes que representan al barrio en las tardes de Martes Santo. Difícil de olvidar aquellos días y aquellas
noches en los que formaron parte de nuestro paisaje diario. Cuando se los llevaron –tras meses- de la nave
a la Iglesia sentimos un extraño vacío.
Ahora
tras verla salir mientras escucho el himno de Andalucia que solo a ella le
tocan -otro orgullo mas del barrio - me
voy enseguida para la puerta donde vivía mi abuela, Y no puedo evitar que me
asalten los recuerdos y, por qué no decirlo, también las lágrimas. Veo a mi
abuela viéndola pasar, veo a mis tíos debajo de las andas, ninguno está ya con
nosotros, pero cuando ella pasa, estamos todos como estábamos cuando sólo salía
por el barrio en la Velá. Son emociones que tienen que ver con lo humano, con las vivencias y los recuerdos familiares y con esa particular forma andaluza de proyectar en las imágenes la identidad de los barrios, más allá de las creencias religiosas de cada uno.
Humildad,
desamparo, abandono y dolores, términos que definen también a un barrio que
supo vencerlo todo con su tesón y su trabajo y en el que yo tengo el orgullo de
haber nacido. Deben tener razón los psicólogos porque en mis señas de identidad
humanas hay una marca, una denominación de origen que se llama Cerro del
Aguila. Feliz Velá hoy y siempre.